viernes, 9 de agosto de 2013

El Día de los Pueblos Originarios debiera llamarnos a una confesión de pecados


Por José Aurelio Paz

Una lección escolar enseña que existieron tres grupos originarios esenciales a la llegada de Cristóbal Colón a Cuba, en el año 1492, los cuales fueron exterminados, paulatinamente, por los desmanes de los colonizadores. Pero más allá de esa oscura parte de la historia y la reseña de un indio llamado Hatuey –quien prefirió morir quemado en la hoguera antes de aceptar al dios de sus opresores– no existe un vínculo espiritual en torno al tema.

De manera que hoy, cuando en todo el mundo se celebra el Día Internacional de los Pueblos Indígenas, establecido por la ONU, no existe en mi país ningún acto celebrativo más allá de cualquier noticia en los telediarios.

Yo crecí también con esa carencia “genética” en mi mapa afectivo. Mi primer viaje fuera de Cuba (cuando tener un pasaporte y salir del país era similar a integrar una delegación espacial) tuvo su estación inicial en Perú, para ir después a Ecuador y Panamá. Recuerdo que Lima me cautivó desde el primer instante en ese contraste de culturas, olores y sabores que me resultaban nuevos. Allí conocí, por primera vez, mientras visitaba el Cuzco, el rostro más hosco de la pobreza –nunca comparable a los momentos más trágicos de esta Isla–, cuando estando cenando en un restaurante, junto a un ventanal de cristal, un grupo de ancianas, mujeres y niños de origen inca, seguían con sus miradas, como a péndulo de reloj, el movimiento de mi tenedor del plato a la boca.

Aquella pintura que desbordaba cualquier lienzo me hizo perder el apetito. Un niño de apenas cinco años, al ver que había cruzado los cubiertos, entró como un bólido vigilando al dueño del lugar. Me preguntó con todo respeto si ya había terminado y al decirle que sí tomó el pedazo de carne en un gesto de victoria y salió como una exhalación a compartirlo con su gente.

Años después, como cuando “frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, asistí a un encuentro de indígenas ciegos en El Chimborazo, Ecuador, que abrazaban la fe cristiana desde una perspectiva de compromiso social. Allí palpé la otra cara de la moneda; el espíritu altivo de la raza, el deseo de paz con justicia, la lucha constante de un pueblo que, con una espiritualidad sin límites en medio de mundo tan globalizado, luchaba por mantener sus esencias ancestrales. Conocí allí a un jefe indígena que era respetado por su comunidad, como a un patriarca, no solo por su conocimiento de la herencia de sus antepasados, sino, también, por su espíritu guerrero en la defensa de su gente. Conocí una radio comunitaria de combate. Conocí a un joven invidente que se había hecho abogado para defender los derechos de su estirpe frente el vasallaje y la discriminación.

Después, durante un foro social celebrado en Paraguay, pude tener entre mis manos la mano de una mujer como Rigoberta Menchú, que la noche de la apertura me había encantado, cual a serpiente, con su encendido discurso, mientras, en la clausura del encuentro, un Evo Morales, con su carisma, su sentido de la equidad, su inteligencia y una voz aterciopelada y enérgica, borraba de un plumazo, finalmente, en mí, todo sentimiento de lástima. Apareció junto a Lugo y Mujica, pero su luz natural cautivó al auditorio que sintió en sus entrañas un mensaje de esperanza, el cual explotó en ovación bajo la aureola de una magia indescriptible y la evidencia de que un mundo nuevo es posible.

No por gusto, la propia Menchú, Premio Nobel de la Paz, ha dicho con toda certeza: “El mundo ha perdido muchos valores, especialmente los de la comunicación, la memoria. A veces nuestros propios pueblos pierden su memoria histórica y no tienen toda la culpa, pues las editoriales no publican sus libros y los medios de comunicaciones crean solo fantasías de intrigas, de odios, de rencores o, simplemente, silencio.”

Esta es la razón por la que, en día tan significativo para la humanidad, que pretende potenciar el reconocimiento mundial a los pueblos que nos han marcado el punto de origen desde la sabia humildad a la que Dios nos convoca, desde la defensa a la Pachamama que nos sustenta, creo que los cubanos y las cubanas tenemos que hacer un acto de contrición, una confección de pecados, la búsqueda, también, junto a lo africano y español, de nuestras esencias indígenas para sumarlas a nuestra perspectiva teológica y humana, como hijos e hijas de Dios que somos todos.

Creo que resulta un reto, un compromiso, una manera de saldar una deuda con nosotros mismos, más allá de la solidaridad que siempre nos ha sustentado con quienes llevan el orgullo en la frente y el Sol en el pecho frente al rubio colonizador de estos tiempos.

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Fuente: Agencia Latinoamericana y Caribeña de Comunicación (ALC): http://alcnoticias.net/interior.php?lang=687&codigo=24404&format=columna


Fuente: SERVINDI

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